La epidemia de la influenza reveló las miserias del sistema de salud
Con un prólogo del Nobel portugués José Saramago, el largo reportaje (“un modelo de lo que puede y debe ser el periodismo en nuestras circunstancias trágicas”, comenta el poeta José Emilio Pacheco en la contraportada del libro) describe, a través de los develadores testimonios de 12 de los afectados por el virus de la influenza A/H1N1, la enfermiza pesadilla de la cual México aún no despierta, denunciando —con nombres, fechas, acciones— la funesta realidad burocrática médica que padece el país. Publicamos a continuación un extracto del volumen periodístico.
Un grave caso inadvertido
El miércoles 15 de abril de 2009 fue un día como cualquier otro en la vida de la ajetreada capital mexicana. Tráfico intenso, millones de personas desplazándose de un lugar a otro, vendedores ambulantes abarrotando las calles. Estrés, gritos, ruido, bullicio por todas partes.
Ajenos a lo que se avecinaba, en la tarde-noche de ese día varios temas acaparaban la atención en las redacciones de los medios de comunicación: el encuentro Calderón-Obama en Los Pinos; la aprobación, en el Senado, del dictamen para regular las tasas y comisiones bancarias; el inicio de la disputa por el agua entre el gobierno del Distrito Federal y las autoridades federales, las cotidianas ejecuciones en prácticamente todo el país...
Pocos se percataron de una pequeña nota perdida en las páginas interiores de algunos periódicos de Oaxaca. La información, publicada el día 16, hablaba del fallecimiento (ese 15 de abril) de una mujer en el Hospital General Doctor Aurelio Valdivieso, de la capital del estado, probablemente a causa de un cuadro de neumonía atípica. La mujer había comenzado con los síntomas de la enfermedad el 9 de abril.
Mientras eso sucedía en Oaxaca (y, después lo sabríamos, en otras partes del país), en sus comunicados de prensa la Secretaría de Salud llamaba a la población a “tomar medidas contra el dengue” (una enfermedad que en lo que iba del año no había causado una sola muerte en el país); en otro boletín destacaba el envío de expertos mexicanos para combatir ese mal... en Bolivia. Un tercer comunicado aseguraba que no había evidencia científica que sustentara la legalización de la mariguana. De esta forma, la dependencia desviaba el foco de atención hacia otros temas.
El de Adela María Gutiérrez Cruz, la mujer de Oaxaca, era uno de los primeros casos públicos del virus que semanas más tarde sería conocido como A/H1N1; sin embargo, desde el 24 de marzo —y realmente muy pocos lo sabían entonces— el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) había recibido al primer enfermo de ese mal.
En total, de acuerdo con un artículo publicado en The New England Journal of Medicine, titulado “Pneumonia and Respiratory Failure from Swine-Origin Influenza A(H1N1) in Mexico”, y escrito por un grupo de médicos del INER, del 24 de marzo al 24 de abril (cuando se ordenó el cierre de escuelas en el Distrito Federal y zonas conurbadas) sólo en ese hospital de especialidades se confirmó un total de 18 casos de influenza A/H1N1, entre 98 pacientes hospitalizados por enfermedades respiratorias.
Para el 17 de abril, la falta de respuesta rápida por parte de las autoridades se puso de manifiesto con la propia desinformación gubernamental y nuestra enorme dependencia tecnológica del extranjero. En una epidemia, difundir correctamente la información es tan importante como la medicina.
Ejercicio aleccionador
El primer hospital que visité fue el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), perteneciente a la red de hospitales del gobierno federal. Por los nervios, la noche anterior a mi visita casi no pude conciliar el sueño. Estábamos en plena contingencia, el momento más álgido de la epidemia. No sabía con qué me iba a topar. Me asaltaron muchas preguntas: ¿en qué condiciones se hallarían los enfermos? ¿Qué tan hacinado estaría el hospital? ¿Qué apariencia tendrían los afectados? ¿Qué me pasaría si llegaba a contagiarme?
Ya en el hospital, recorrí los concurridos pasillos y entré al pabellón de los enfermos de influenza. Allí me dieron una 4 bata, un gorro y unos cubrezapatos, todo en tela azul desechable, junto con un cubrebocas de alta eficiencia, donado por el gobierno chino. Antes de pasar a ver a mi primer entrevistado, el personal me instruyó sobre todas las medidas a observar, dos de las cuales no pude seguir al pie de la letra: la referente a la distancia que debía mantener con un enfermo y el tiempo máximo de visita, que era de 20 minutos.
Ese primer día permanecí en el hospital más de tres horas. Conversé no sólo con pacientes, sino también con el personal. Por la falta generalizada de información sobre la enfermedad, debo confesar que cuando salí tuve temor de haberme contagiado. Incluso, al siguiente día, cuando por vez primera visité a un enfermo en su domicilio, de nuevo fui presa de la angustia. Quizá por ello olvidé ponerme el cubrebocas; hoy se sabe que no evita el contagio, pero entonces se creía que era una protección garantizada.
Durante mes y medio seguí acudiendo a hospitales y casas de las personas que se atendieron en los sistemas de salud federal, del Distrito Federal y del Estado de México, como referí antes.
Este ejercicio periodístico me confirmó la gran desigualdad y el rezago existentes en México, las miserias de un sistema de salud autoritario y fragmentado —muy lejos de satisfacer la cobertura universal— al que se le destinan recursos muy por debajo de las recomendaciones de organismos internacionales.
Constaté que quienes más padecieron fueron las víctimas de influenza y también de la pobreza, de las graves deficiencias del sistema de salud. Hay una enorme contradicción entre el discurso oficial y la realidad de los servicios médicos. Claro que ni la influenza ni ninguna otra enfermedad respetan raza o posición económica, pero la falta de recursos económicos le impide al enfermo acudir a la institución que le brinde la atención adecuada.
De acuerdo con los testimonios, los servicios públicos de salud siempre fallaron en alguno de estos aspectos: diagnóstico, calidad del servicio, equipamiento, respeto a los derechos humanos, entre otros. De manera alarmante, los entrevistados revelaron la falta de información entre el mismo personal médico. Coincidieron en señalar que las principales deficiencias de éste tuvieron que ver con negligencia, indolencia, indiferencia, mala atención, desconocimiento, confusión.
Un mal desconocido
Poco antes de salir rumbo a Ciudad Hidalgo, Chiapas, José Luis Martínez comenzó a sentirse mal. Tenía una sensación de dolor en todo el cuerpo, que decidió aliviar tomándose unas tabletas para el resfriado.
José Luis, de 53 años de edad, es conductor de trailers y camiones, y ese día, el 16 de marzo de 2009, iba precisamente a realizar un viaje de trabajo. Con las tabletas se sintió un poco mejor y pudo sobrellevar el malestar. Sin embargo, durante el regreso su estado de salud empeoró. Hacia el 20 de marzo, cuando se encontraba cerca de Orizaba, Veracruz, tuvo mucha calentura. Tras dormir un par de horas para recuperar fuerzas, logró llegar a la ciudad de México.
Casi inmediatamente le pidieron realizar otro viaje, pero les respondió que no estaba en condiciones, pues la fiebre no cedía. Un compañero se acercó a tocarlo y constató su mal estado. Entonces le permitieron irse a casa a recuperarse.
Lejos estaba de imaginar que era el inicio de una verdadera pesadilla que lo llevaría al borde de la muerte. Una pesadilla que vivirían miles de mexicanos contagiados del virus de la influenza A/H1N1.
Una delgada manguera de plástico transparente, que emerge de un tanque de oxígeno, se ha convertido en la inseparable compañera de José Luis Martínez en la dura batalla que le ha tocado librar desde hace más de dos meses.
No se trata de cualquier contienda, pues está en juego su vida.
A un lado, en una mesita que hace las veces de buró, hay un retrato que denota el desgaste por el paso del tiempo, a pesar de que lo protege un marco dorado de finos relieves. Cuando el incesante parpadeo de una veladora lo permite, en él se observa a una sonriente familia y el hombre que ahora se encuentra sentado en una cama con los pulmones casi desechos se ve fuerte, lleno de vida y felicidad. En un abrupto contraste, su aspecto actual denota con crudeza las secuelas del calvario que ha vivido a causa de un virus que hasta unos meses era desconocido.
He venido a conversar con él a su casa, en San Miguel Teotongo. Situada al oriente de la ciudad de México, a un costado de la salida a la autopista México-Puebla, esta colonia popular pertenece a la Delegación Iztapalapa, donde gran parte de la población carece de los servicios básicos. Se trata de un lugar donde propios y extraños temen circular y, de noche, hasta los cuerpos policiacos evitan adentrarse.
No ha sido fácil dar con el domicilio no sólo por el intrincado trazo de las calles sino, porque cada vez que preguntaba sobre la ubicación de la casa, los habitantes de la colonia simplemente alzaban los hombros o proferían monosílabos sin mirarme siquiera, mostrando indiferencia y desconfianza.
¿O quizá su actitud se deba a que saben que busco a un enfermo de influenza?
Luego de descifrar el laberinto de calles —algunas sin salida— de San Miguel Teotongo, identifico la fachada azul y el portón negro de lámina descuidada que carece de número de manzana y lote, pero que, según las indicaciones que me dieron un día antes, pertenecen a la casa de la familia Martínez.
En el tablero de timbres, oprimo el que busco. Se oye un rechinido y se abre el portón negro de lámina. Una señora —después sabría que es la esposa de José Luis— me recibe y me conduce por un estrecho pasillo donde hay muchas puertas.
Estoy nervioso, porque es la primera vez que me acerco a una persona que se ha contagiado de influenza. Traigo un cubrebocas en la mano, pero olvido ponérmelo cuando cruzo una puerta cubierta con una cortina y entro a un cuarto semioscuro de no más de 15 metros cuadrados, débilmente iluminado por una veladora y la poca luz que logra traspasar las gruesas cortinas.
Con o sin cubreboca
No tengo tiempo de reaccionar, porque José Luis se incorpora súbitamente de una cama individual pegada a la pared del fondo. Sin embargo, da lo mismo ponerme el cubrebocas o 4 no, lo cual, desde luego, lo desconozco en este momento.
Semanas más tarde, el doctor Miguel Ángel Lezana, director del Centro Nacional de Epidemiología, haría una declaración inesperada: el cubrebocas no evita el contagio de la influenza A/H1N1. De hecho, el mismo secretario de Salud, José Ángel Córdova Villalobos, me lo confirmaría en una entrevista: "El cubrebocas tiene una relativa utilidad; para ser efectivo, necesita ser un cubrebocas de un filtro mayor. (...) La mayoría de los cubrebocas tienen una utilidad muy limitada. Por ejemplo, los cubrebocas azules tienen una vida utilitaria de dos o tres horas como máximo." Y agregaría que en realidad el cubrebocas es más útil si lo usa una persona que presenta algún síntoma de la enfermedad, "para que no difunda el virus en el momento que estornuda o tose".
Al oír sus palabras, me surgiría una pregunta: ¿por qué entonces se destinaron tantos recursos para comprar cubrebocas si su utilidad es relativa?
José Luis trae puesta una playera blanca y unos pants negros. Se sienta en la orilla de la cama y pone los pies, cubiertos por unos calcetines blancos, en un pequeño tapete oscuro. Amable y con voz grave, me pide que tome una silla del pequeño comedor que está junto a su cama y me siente frente a él.
Es un hombre de más o menos 1.65 metros de estatura, tez morena, cejas pobladas y ojos grandes. Su demacrado y avejentado rostro revela las huellas visibles de la enfermedad. Y hacen más dramático su aspecto las puntas de oxígeno que lleva en las fosas nasales, esas inseparables compañeras que le hacen más llevadera su pesadilla.
Mientras bajo la mirada para acomodar mi silla, noto que en sus holgados pantalones se marcan unas piernas delgadas que delatan un temblor constante, el cual también tiene en las manos, aunque casi imperceptible.
Me llama la atención un póster fijado con clavos en la pared donde termina la cama, el cual contiene una serie de reglas titulada "Cómo convivir en familia". A la misma altura, del lado contrario, hay una deteriorada repisa de madera sin barnizar; en ella se encuentra la veladora cuya luz intermitente aminora la penumbra. Invoca con fervor la esperanza de la pronta recuperación de José Luis, y a la vez agradece que el enfermo siga en este mundo. A su lado hay varias imágenes, de entre las cuales destaca un busto de la virgen de Guadalupe.
En este entorno, luego de hacer un esfuerzo y tomar una bocanada de oxígeno, José Luis me relata su experiencia.
Influenza: nadie sabía nada
Aquel día de marzo, José Luis regresó enfermo a su casa. Tenía un mes de haber entrado a trabajar a una empresa llamada Nagram y le faltaba otro para concluir su periodo de prueba, al término del cual lo iban a inscribir en el IMSS. En vista de que carecía de seguro social, su esposa, Anastasia Contreras Villa, de 40 años, lo llevó con un médico particular, cuyo diagnóstico fue que José Luis tenía laringitis y amigdalitis.
"Me dio penicilina", relata él, "pero yo me seguía sintiendo mal, cada vez peor". Decidieron acudir a otro médico, pero el diagnóstico fue el mismo. Lo insólito no sólo resultó que en realidad no se trataba de laringitis ni de amigdalitis, y que por lo tanto la penicilina era inútil, sino que José Luis ya tenía neumonía. Tampoco se la detectó el tercer médico que visitaron.
Éste señaló que eran principios de bronquitis, y ahí mismo le puso dos inyecciones para limpiar los bronquios. José Luis se sintió bien por ese día. No obstante, al siguiente empeoró.
"Yo le seguí poniendo el tratamiento”, se oye desde el fondo del pequeño cuarto la voz de Anastasia, que está sentada en un sillón de tela de tonos ocre para dos personas, junto a la puerta de entrada. “Se puso diez de las inyecciones que le había recetado ese doctor, pero no funcionaban." Así transcurrieron dos semanas. Hacia el 6 de abril, Anastasia no notaba mejoría en su esposo. "Lo vi peor, y le faltaba más el aire." Las manos, las uñas y los labios se le empezaron a amoratar, mientras los ataques de tos se hicieron más frecuentes. "Él ya no podía estar más así."
Anastasia decidió llevarlo a una pequeña clínica de maternidad, donde inmediatamente le diagnosticaron neumonía y lo internaron. Hasta entonces, nadie sabía nada acerca del nuevo brote de influenza, ni siquiera los mismos médicos.
"Estuve internado cinco días, del 6 al 11 abril", continúa José Luis. "El día 11 me dieron de alta, me mandaron a la casa y me dieron antibióticos."
Le indicaron el tratamiento que debía observar y le pidieron que regresara al cabo de diez días. Pero al siguiente domingo, una semana después de dejar la clínica, José Luis volvió a tener fiebre, y a los diez días no se veía nada bien.
—¿Cómo está? —le preguntó el médico de la clínica.
—La verdad, me siento peor que como cuando empecé —respondió José Luis.
Le sacó una radiografía, y en seguida se dirigió a Anastasia:
—Otra vez se ha agravado. En vez de salir adelante volvió a recaer y no sé por qué. No tengo los recursos necesarios aquí para atenderlo; no tengo ni aparatos, ni reactivos como para decir qué es lo que está afectando tanto a sus pulmones, aparte de la neumonía. A lo mejor hay algún virus. Ya no tengo nada más que hacerle aquí; lléveselo al INER lo más rápido que se pueda, si puede de una vez lléveselo; ahí le pueden decir qué es lo que pasa.
Acto seguido, el médico les entregó el expediente que había abierto desde que José Luis llegó a la clínica, el 6 de abril, que por supuesto incluía los medicamentos recetados y otros detalles del tratamiento.
El miércoles 22 de abril, a eso de las dos de la tarde, José Luis llegó muy grave al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, de la Secretaría de Salud, ubicado en la calzada de Tlalpan, en el sur de la ciudad de México. Para su fortuna, lo atendieron inmediatamente en Urgencias. Estuvo hospitalizado desde entonces, hasta el 5 de mayo, es decir, 14 días.
México, D.F.